72/2015
In memoria |
UbicuiMovil
-¿Qué haces, “diosEsa”?
-Ya
ves…Aquí; a lo mío.
-¿Y
se puede saber qué es lo tuyo?
-¡Anda Éste! ¿A ver si no va a ser verdad que los “DiosesVerdaderos” lo sabéis
todo?
-Pues será eso. No está Uno para
discutir a estas horas de la mañana. Pero ¿qué haces?
-¡Pues escribir! ¿Qué te piensas Tú que se
puede hacer cuando se está triste?
-No me digas que estás triste. ¿Lo dices
por el que nos trajimos ayer para arriba?
-¡Noooo! O, bueno, quizá sí…O no lo sé,
pero estoy con un nudo en el gaznate que me tiene como me tiene.
-Pero, “diosEsa”, ¿no estás
viendo lo bien que hemos instalado a tu amigo?
-No, “DiosVerdadero”, si a mí,
Alfonso no es quien me preocupa; que míralo cómo está de agustico. Los que me
preocupan son mis colegas, los humanitas,
y su deshumanizada manera de modernizarse.
-¡No me digas que vas a sacar otra vez
tus rancias querencias conservadoras y retrógradas!
-Pues, mira,
sí: Te lo digo. Y Te lo escribo por si tienes a bien leerlo. A ver qué
me dices después. ¿Eh, eh?
-A ver. Déjame echarle un vistazo a esa
libreta.
*
Mis viejas Estaciones |
¡VIAJEROS AL
TREN!
Los andenes de aquellas viejas
estaciones eran como la vida misma: un deambular de un lado para otro,
atravesando los bordes rituales de encuentro, estancia y despedida, flanqueados
en la parafernalia de lo invariablemente transitorio, sin tomar conciencia de
esa transitoriedad hasta que sonaba aquella voz anónima e inexorable:
¡Viajeros al
treeeennn!
Inmediatamente, se agitaban los andenes
en abrazos de última hora, las portezuelas de los vagones se colapsaban,
resbalaban hacia abajo las partes superiores de las ventanillas, por entonces
practicables, permitiendo apenas que las cabezas y los brazos de los ocupantes
de los compartimentos hicieran un último intento de quedarse; los que se
quedaban, se arrimaban al tren empinándose sobre las punteras herradas de sus
zapatos, para un último roce con las manos de los que se iban y un último
“ponte el tapabocas, no vayas a resfriarte”.
Entonces,
sonaba el silbato del Jefe de estación situado en la cabecera del tren, cuya
“gorra-de-jefe-de-estación” competía en granates con los del banderín de
órdenes plegado que levantaba sobre su cabeza para dar la salida.
Alertada por
el silbato y por el banderín plegado, la chimenea de la locomotora lanzaba al
aire un penacho blanco, algodonoso y redondoso, semejante a un anuncio de
tormenta de agosto, renqueaba, chirriaban metálicas dispersiones y comenzaba
ese tránsito de lentitudes misericordiosas en las que, los que se iban, empezaban
a tomar conciencia de ingravidez, con aquel lento alejarse en el que se reducen
y se diluyen los que se quedan; y los que se quedaban, aún se rebullían sobre
los andenes sin acabar de saber qué hacer
con los minúsculos vacíos de su entorno.
Entonces, los que se quedaban, antes de
abandonar la ya inútil estación, miraban en su entorno con esa sensación de
estupor que deja lo irremediable, tratando de encontrar en los objetos de
siempre una razón en la que cimentar lo pasajero. Allí se quedaba el reloj, de
repetida redondez, igual en todas las estaciones, los urinarios, como bellas
casitas de enanos oliendo a urgencias; la cantina con el suelo lleno de
desperdicios, la diáspora de viejos maleteros de camisola holgada, tirando a
alivio de luto que eran como enterradores de equipajes en holganza; los
vendedores de refrescos y tortas de aceite, improvisadamente en paro, se
acomodaban en los bancos pegados a los muros, a la espera de otro tren en
tránsito que les aliviara el misterioso peso de sus cestas tapadas con azucarados
lienzos blancos perseguidos por moscas inmortales; y un ruido pertinaz y
metálico, que chirriaba despedidas eternas, le ponía música de fondo a la
eterna soledad de las estaciones.
No sé por qué, ayer, en el Tanatorio, la
estampa de las despedidas en las viejas estaciones se me asemejó a aquellas
otras despedidas: las de los momentos previos a una muerte.
Cementerio de Jódar |
Los momentos previos a una despedida
definitiva en la UVI de un hospital de ahora se asemejan bastante a los de las
actuales estaciones de tren: ya no hay agonías propiamente dichas sino
“sedaciones” con las que sobrellevar el peso del cuerpo lo mejor posible; como
ya no hay maleteros-de compañía, sino soledad de maletas con ruedas. No hay
Médicos de Cabecera haciendo el boca a boca del consuelo, sino rítmicos
respiradores de sincrónicos avisos, como no hay Jefes de Estación levantando
banderines plegados sino un ordenador infalible que da la salida sin
equivocarse en un solo segundo ni espera de un viajero que se retrasa. Hablando
de viajeros, nadie que no lo sea puede bajar a los andenes a enfrentarse con su
tránsito, como nadie que no sea el moribundo puede quedarse en la UVI esperando
con más o menos resignación –aunque sin dolor físico alguno- dar el salto sobre
ese paisaje desconocido que es el otro lado de la muerte.
Ya no se corren riesgos innecesarios de que
uno de los que nos despide desde el andén con desespero, pueda caer a la vía en
un mal paso, o arrojarse a los raíles que encarrilan la desesperanza del último
suspiro de ese viajero sin retorno que tanto amamos.
Cementerio de Jodar |
Ahora los
viajes y la muerte han dejado de ser rito liberador y significante, para
convertirse en obsolescencia programada sin concesiones a la tristeza humanamente
anacrónica.
Ahora,
cualquier viaje, hasta el último, es mucho más aséptico.
Y algo menos
misericordioso.
Y algo menos
dolorosamente humano.
Ahora,
viajar y morirse no tiene mérito.
¿O sí?
*
-¡Huuummmmm!
-¿Qué,
“DiosVerdadero”, llevo razón o no llevo razón?
-Mujer,
visto así…
-¡De “mujer” nada de nada, eh! ¡“diosEsa” y bien “diosEsa”! Que mi
trabajo me costó tener que humillarme ante
Ti con lo que
se le ocurrió al “Chaval” del “pedid
y se os dará” para alzarte la diosería.
-Pero,
mujer, -digo, “diosEsa” – que te va a dar un torozón.
-Pues que me
dé. Así me moriré como una humana, sin pasar por “CuidadosPaliativos”. Y, un respeto, o el próximo viaje que hagamos
a traernos a otro para que disfrute, lo hacemos en AVE en lugar de en
“Ubicuimovil”.