38/2015
04/SER DIOS-2015
-Oye,
Dios, ¿sabes si tenemos Psicólogos en activo por estos Pagos? (¡Miedo me da que
Se barrunte lo que no es pensando que estoy majara!).
-Aquí no
los necesitamos. (Hay que ver lo cortante y desagradable que Le sale la voz
cuando le entran los celos y se pone en Su papel).
-¿Ah, no?
¿Y por qué no? (Para que Se entere que una también puede darse humos).
-Porque
aquí está todo dicho. (¡Nada, que no rectifica!).
-Mira, no
te me pongas en plan borde y explícate. (¡No te digo con el Dios Este…!)
-Un poco
espesa sí que estás hoy a pesar de tu divina condición. Debe ser por lo
remedado de tu oficio… (Ahí Le duele: en lo divina que me he vuelto).
-Y yo me
pienso que ni en excedencia dejas de ser Un prepotente. (Esta vez sí que he disparado a dar).
-¡Potente,
hija, Potente sin “pre”; que de cuna Me viene! (¡Sabrá Él lo que es una cuna,
cuando, con tanta eternidad como Se gasta, su única experiencia directa es la
del Chaval, y para eso, le tocó nacer en un pesebre!).
-Bueno,
como quieras. Pero, ¿tenemos Psicólogos en plantilla? (Vamos a seguirLe la
corriente, que hoy tiene ganas de gresca, y yo necesidad de ocuparme de la
salud pública).
-¿Y por
qué quieres saberlo? (¡No, si Éste no suelta prenda; pero yo ya sé por dónde va!
Lo que quiere es ser él quien ponga la oreja).
-Porque…, porque… ¿no irás a
decirme que, de vez en cuando, no te deja a gustico lo de soltar trapo y
contarle a un PROFESIONAL (¡toma ya mayúsculas!) tus impiedades? (A ver si
tocándeLe lo de la piedad, lo reblandezco).
-Si tú lo
dices…Mira, como ahora, la Jefe de Personal eres tú, no tienes más que convocar
oposiciones y sacar a concurso las plazas. Pero, ¿no te saldría más económica
una batería de confesores, que hacen la misma tarea, y cobran menos por sesión?
(¡Haaaalaaaa! Él barriendo p’a casa. ¡A que me da un bitango…!).
-Mira,
Dios, a esos, ni me los mientes, que ya
sabes Tú, mejor que nadie, lo que pasó, por qué pasó, y cómo pasó. (¡De punta
se me han puesto los pelos recordando aquello! Pero Él no pierde la ocasión de
restregármelo).
-¿Saberlo
yo? ¡Vaya! Como si Uno no hubiera tenido otra cosa que hacer que ocuparse de tus tontunas. (¡Tocado!
¡Lo tengo tocado! Porque, para que un Dios, aunque sea en excedencia, recurra
al insulto personal, es que empieza a perder terreno y yo a ganarle por puntos.
Pero, o hago como que Le corto el rollo, o se me sube a la chepa).
-¡Sin
ofender, eh, eh…! Que a un Dios no le pega lo de afrentar a sus criaturas.
-Mira,
entre coLegas, no vamos a meternos en tiquismiquis. Pero, ya que tanto te
preocupa lo de tener a quien contarle frustraciones, ¿por qué no me cuentas de
dónde te viene el repelús a los Confesores? (ayayai… que Éste lo que quiere es
hurgar en la herida. Pero Se va a enterar, y va a tener que escuchar lo que no
quiere escuchar).
-Pues,
verás, Dios: Pudo ser tal que un día como hoy pero de hace muchísimos años.
-¿Qué son
años? (¡Míralo! Ahora va de perito en eternidades, en plan de falsa humildad.
Pero a mí no va a conseguir enfadarme, por aquello de que quien consigue
enfadarte se hace tu amo, y aquí quien manda soy yo. Y, si no, que no hubiera
claudicado a la primera. Así que…como si no lo hubiera oído. Yo Le coloco el
rollo aunque sea el último acto de mi
divino mandato. Luego, con un poco de suerte, no hay dios que no monte un
servicio de Psicólogos Celestiales. Disimulemos).
…Quizá no fuera Julio, pero
sí domingo, cuando adquirió sentido en mi adolescente consciencia (ay, que me
estoy pasando) un primer amago de comprensión sobre la idea del “cuánto”, cosa que
durante largos años sabes que me aplastó como si viviera bajo una piedra de
molino llamada culpa, pero que me libró de un vasallaje más entre todos a los
que he servido. Curiosamente, la cuantificación sigue siendo una obsesión
en esta sociedad nuestra, o Tuya, o como quieras: cuánto cuesta, cuánto vale,
cuántos amigos tienes, cuántos libros ha escrito, cuánto tiempo se necesita…,
cuánta audiencia, ¡CUÁNTAS VECES…!
Puesta
a sacudirme nuevas servidumbres con lo de llos Confesores que propoNes, y al hilo de esta última
cuantificación, se me ocurre relacionar el pertinaz “cuánto” con el morbo de
aquellos temidos confesionarios de juventud, cuantificado por un revoltijo de
hormonas más poderoso que el mismo miedo que nos causaba la inevitable
confesión semanal de tan inquietante recuerdo. La tortura era sutil hasta
límites insoportables pues, a modo de uroboro, toda nuestra conducta giraba en
torno a aquel “cuántas veces, hija mía”, que era el colofón de una travesía de
desierto de un Sinaí particular, sin más maná que esos gozosos (que no
gloriosos) instantes en los que arriesgábamos el quedarnos ciegos, o nos
exponíamos –según decían en la catequesis- a que se nos licuara la sesera, a
fuerza de recurrir a una jadeante “autogestión” de nuestras partes; aquéllas partes
condenadas a un ayuno para el que no se había inventado más “bula de carne” que
la del matrimonio en su forma sacramental.
Te
diré que mi cuantificación se resumía en este batiburrillo secuencial Y urobórico:
- Por aquellas tierras de solanera, y en aquellos años de calenturón de cuerpo en metamorfosis, en cuanto llegaba la hora de la siesta, llegaba la tentación invencible a la que se sucumbía sin remedio.
- Desdichadamente, cualquier muchacha de bien, interna por más señas, debía demostrar su probidad acudiendo al comulgatorio de la inevitable misa diaria.
- Comulgar diariamente era la demostración de estar limpia de pecado mortal.
- El pecado mortal –el “por excelencia” y único conocido para mí por entonces- vedaba el poder acercarse al comulgatorio, poco menos que bajo pena de excomunión “latae sentenciae”.
- El único remedio para la limpieza de ese pecado –uno y único en mis pobres entendederas- era la confesión.
- La confesión-quitamanchas –como el baño en tina o la limpieza del pupitre-, estaba institucionalmente programada para los sábados.
- Comulgar, estando percudida por “el pecado”, era aún peor si cabe que lo de “autogestionarse”; pero confesar en mitad de semana te ponía en boca de todos, acumulando sobre las costillas de tu alma el pecado de escándalo.
CONCLUSIÓN: una servidora,
como cada quién, pasó por todos y cada uno de los siete anillos de fuego de la
mentada secuencia, por la simple razón de que:
1) Un
cuerpo de 15 años (por no decir que con menos) no daba tregua. Lo que yo Te
diga.
2) Se
suponía que una no tenía derecho a ser otra cosa que una muchacha de bien,
ajena al pecado de impureza.
3) No
iba a ser una servidora la que, por remilgos de conciencia, fuera a incitar al
escándalo esquivando la comunión diaria.
4) Una
servidora no encontró una manera decorosa para zafarse de acudir al
comulgatorio más percudida que una rodilla de limpiar fogones, y en más
ocasiones de las que los dedos de las dos manos le hubieran permitido
contabilizar;
5) La
confesión sabatina acabó por convertirse en un “triple efecto” tan dramático y
liberador como el del aceite ricino:
5-1) Desesperación ante la lentitud del paso de los días entre confesión
y confesión.
5-2) Terror al inevitable “cuántas veces, hija”.
5-3) Desaliento ante la acumulación de respuestas tan falsas como
carencia de propósito de la enmienda.
6) Lo de la confesión semanal, por razones
obvias, se me fue quedando absolutamente escaso, dada la secuencia
cuantificadora en días, en “veces al día”, y en el suma y sigue de ausencia de
propósito de la enmienda.
7) Una
servidora acabó tan acorralada que ya no le quedó otro remedio que salirse por
la tangente:
-¡Ya voy, ya
voy! Pero no me metas bulla, que me azoro…
Aquel sábado,
después de cumplir, sentadas en el suelo de la azotea del Colegio, con el obligado
rito semanal de sacarle lustre a los zapatos “gorila” con betún y saboney, nos
dispusimos a cumplir con el siguiente rito de limpieza, esta vez del alma y, en
una comprensible huída de cumplir ante el Capellán del Colegio, por aquello de
no escandalizarlo siendo él tan inocente, las colegialas nos fuimos amontonando
en la aledaña y apabullante Iglesia de San Fermín de los Navarros, en la (entonces)
Calle del Cisne de Madrid. Como quiera que a mí se me hiciera algo tarde en
quitarme los bigudíes, llegué al Templo cuando ya todas mis compañeras habían
tomado posiciones. Ante la imposibilidad de colarme en la habitual e interminable
cola del confesionario del Fraile sordo que todas acosábamos con coraje, no me
quedó otra que arrodillarme de mala gana en el siguiente confesionario,
sobrante de intimidación y carente de parroquianos. No había acabado siquiera
de soltar el “Ave María Purísima” cuando la sombra recóndita del fraile, soltó
el consabido “cuantas veces, hija” como si me disparara por la espalda y a
traición, dando por hecho lo que iba a confesarle. Fuera porque esa mañana me
pilló con el cuerpo cortado, fuera porque ya apuntaba yo peleonas maneras de
“tú más”, lo cierto es que, en lugar de responder, le solté yo también un desafío,
dando por hecho lo que no podía ser de otro modo: “Primero usted, Padre:
¿cuántas veces se congratula usted debajo de la sotana mientras nos interroga a
nosotras?”. Puede ser que ya estuviera harta de sospechar que aquellos ajetreos
que hacían retemblar el maderamen del confesionario cuando me interrogaba el
Cura, eran lo que eran, o que mi voz se me desmandara con la rabia de no llevar
en condiciones la contabilidad de las veces para poder responderle en
condiciones al confesor; lo cierto es que mi pregunta se oyó en todo el Templo,
justamente una fracción de segundo antes a que el rumoroso tableteo del
confesionario fuera sustituido por la formidable voz de solista de aquel hombre
de Dios pillado en renuncio, que gritaba, con tono de maitines gregorianos:
¡“Kirieleisón”!
–sonó en la cabina del confesionario del sordo.
“Ya la ha
liado otra vez” –soltó la voz aflautada de la Mari Pepa, la hija de la Marquesa
de no sé dónde.
¡“Se acabó”! –me escuché decir
a mí misma mientras los aplausos de mis condiscípulas ensordecían lo que yo
seguí vociferando: “…a mí no me
pillan en otro confesionario así se hunda La Serrezuela”.
-¿Qué si me
liberé del pecado y de la culpa? (Este Dios se pasa la vida preguntando como si
de verdad le interesaran mis historias. ¿A ver si lo conveniente va a ser darle
a Él el oficio de Psicólogo?). ¡Quiá! Mira si llevaría arraigadas las
enseñanzas que, a pesar de haber renunciado a la confesión por los siglos de
los siglos, y salvo lo de la autogestión, permanecí sin estrenar hasta…Pero ésa
es otra historia.
-…Que, por
supuesto, no Me vas a contar, ¿verdad? (Se creerá que por seguir monopolizando
las mayúsculas, es más Dios que una servidora).
-¡No! (¡Vaya! Como
de costumbre, ya me he cerrado yo solita las puertas a seguir de cháchara. ¡Si
seré cerril! ¡Si seré yo!
-¿Qué?: ¿Te
has quedado a gustico como te gusta decir a ti? (Lo tengo picado, lo tengo
picado. Pero aquí quien se fastidia soy yo)
-Pues mira,
Dios, lo de contar, redime, pero no tanto… No tanto, si quien cuenta es uno
solo, y el otro se calla como si no tuviera nada que contar.
-Puestos a
contarte… ¡Cuántas cosas podría yo contarte!
-Bueno, si no
Te incomoda, ¿lo dejamos para otro rato de tertulia? (¡A ver si me va a contar
ahora toda Su eternidad sin cuantificar
que una es humana y tiene el tiempo contado…!)
LaDiosEsa (en funciones) en CasaChina. En un 12 de Julio de 2015.